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¿Qué hacer si el presidente se niega a firmar el acta de una junta?

Aunque cada vez menos, todavía existe la creencia equivocada entre algunos comuneros de que el mero hecho de ser presidente les otorga la potestad de tomar decisiones de cualquier tipo respecto a su comunidad de propietarios, en especial,  suscribir o rescindir contratos de obras , instalaciones o servicios sin contar con el acuerdo previo de la comunidad, cuando realmente  esta facultad sólo está atribuida al administrador, únicamente en el caso de una emergencia que sea necesario resolver de forma inmediata, dando cuenta de la solución adoptada al presidente, y debiendo ser sometida posteriormente a la ratificación de la Junta General.

También ha ocurrido en alguna ocasión que un presidente ha considerado que, simplemente negándose a firmarla, puede condicionar el contenido del acta de una Junta General y el sentido de los acuerdos adoptados en ella,  al confundir su disconformidad a título personal con alguno de esos acuerdos con su obligación, y la del secretario-administrador, de dar fe de que el acta refleja fielmente los acuerdos y contenidos relevantes que realmente tuvieron lugar durante el transcurso de la junta, independientemente de sus apreciaciones particulares.

Los artículos 19.2 y 19.3 de la Ley de Propiedad Horizontal establecen la estructura mínima del acta de una junta de propietarios, precisando que “El acta deberá cerrarse con las firmas del presidente y del secretario al terminar la reunión o dentro de los diez días naturales siguientes”.  Una vez cerrada, “…. los acuerdos serán ejecutivos, salvo que la Ley previere lo contrario”. 

Entonces, ¿cómo debe actuar el administrador en el caso de que el/la presidente/a se niegue a firmar el acta de la junta?

En primer lugar, comprobar que el acta se ha redactado de acuerdo con lo acordado en la reunión y que contiene la información relevante referente a dichos acuerdos. Para ello, es conveniente tratar de entender sus razones para no firmar el acta y tratar de llegar a una solución consensuada, corrigiendo, si fuera necesario, cualquier error de apreciación que pudiera darse por parte del presidente o del propio administrador, en cuyo caso sólo restaría proceder a la firma y envío del acta en cuestión a todos los propietarios.

En caso de que persista la discrepancia, según establece la Sentencia 1530/2015 del Tribunal Supremo, el secretario-administrador deberá enviar el acta sin la firma del presidente indicando el motivo por el que se omite su firma, y quedando dicha acta pendiente de ratificación en una siguiente Junta General.

4ª Revolución Industrial

Máquinas con forma de perro que bailan y suben y bajan escaleras a toda velocidad, o parecidas a seres humanos, capaces de correr o de dar un salto mortal hacia atrás y clavar el aterrizaje.

Los avances en inteligencia artificial y robótica de la denominada 4ª Revolución Industrial nos llevan a intuir que en pocos años nos empezaremos a familiarizar con humanoides que realizarán muchas de las tareas rutinarias en los ámbitos doméstico y empresarial de la forma más eficiente posible, mejor incluso que las personas. Después se irán especializando y competirán con nosotros. Y, claro, nos superarán.

El debate suscitado parte del hecho de que irremediablemente los robots se van a incorporar de forma masiva a nuestras sociedades y se centra en analizar el impacto que va a tener tal circunstancia en nuestras vidas, siendo su repercusión en el mercado laboral la cuestión más examinada en los múltiples estudios realizados, porque los automatismos que nos han venido acompañando en nuestras vidas hasta ahora (el ascensor de nuestro edificio, el sistema que controla los semáforos, el robot que limpia el suelo de casa…), son mucho más “tontos” que los que ahora se están desarrollando, que son el compendio de los últimos avances en las diversas disciplinas que confluyen en la creación de estos ingenios y resultarán una competencia insuperable para los seres humanos, por lo que el informe del foro The Future of Job 2018 prevé que en 2022 las máquinas trabajen el 42% de las horas dedicadas a tareas en 12 sectores elegidos, frente al 29% actual, lo que implicaría la pérdida de 75 millones de puestos de trabajo en los próximos cuatro años.

Una consecuencia posible es que la nueva situación genere nuevas ocupaciones, como sucedió durante las anteriores revoluciones industriales, y en este sentido se manifiesta el citado informe, que estima en 131 millones los puestos de trabajo creados derivados del inminente proceso de robotización. Sin embargo, otras opiniones nos presentan una situación generalizada de precarización laboral y de pérdida de poder adquisitivo entre trabajadores/as de cualificación media y baja, y, por consiguiente, aumento de la desigualdad y desestabilización socio-política.

Hay que tener en cuenta que el nivel de perfeccionamiento y eficacia de las máquinas que nos ocupan, infinitamente superior al de las otras revoluciones industriales, hace que la intervención humana sea prescindible casi por completo, pero, por otra parte, si masivamente quedan sin trabajo las personas, ¿quién va a comprar los zapatos, smartphones, coches, casas, etc. que fabricarán esos robots tan eficientes y que no exigirán a sus dueños el cobro de horas extras? ¿quién se podrá permitir tener un ordenador con conexión a internet para comprar en Amazon, alquilar a través de AirBnb o ver una serie en HBO?

Hay que legislar y tomar decisiones ante el nuevo escenario que se nos presenta, lo que ocurre es que desconocemos cuál será el foro en el que se adoptarán esas decisiones y cuáles los criterios que las guiarán. Tendremos que estar atentos.

Sentencia plusvalía municipal.

El Tribunal Constitucional ha dictaminado en su sentencia del 11/05/2017 que el impuesto municipal conocido como la plusvalía no tendrá que ser pagado por aquellos contribuyentes que no hayan obtenido beneficios en la venta de un inmueble, extendiendo a todo el territorio nacional las anteriores sentencias sobre las normas forales de Guipúzkoa y Álava, y declarando la inconstitucionalidad de los artículos 107.1, 107.2.a) y 110.4 de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, referidos al cálculo del impuesto, únicamente en los casos en los que la transmisión haya ocasionado pérdidas.

Como se viene denunciando desde hace varios años, el TC considera que el impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana (IIVTNU) vulnera el  principio de capacidad económica  para la contribución del ciudadano al sostenimiento de los gastos públicos, según establece el artículo 31.1 de la Constitución, ya que no se vincula al incremento real del bien sino a la mera titularidad del mismo durante un determinado periodo de tiempo.

De esta manera, se abre la puerta a la posibilidad de que miles de contribuyentes puedan reclamar a los ayuntamientos la devolución del impuesto aplicado indebidamente. Así mismo, las futuras operaciones de venta, en pérdidas, podrían quedar exoneradas del pago del impuesto, aunque mientras no se produzca el cambio legislativo que debe seguir a la sentencia del alto tribunal, se recomienda seguir pagando el impuesto y posteriormente solicitar la devolución del mismo, debiendo acreditarse suficientemente en ambos casos que no existe o existió incremento de valor.

¿Pagar la plusvalía municipal si hay pérdidas?

El Impuesto sobre el Incremento de los Terrenos de Naturaleza Urbana, conocido como “la plusvalía”, se sustenta normativamente a nivel estatal en el Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, del que derivan las ordenanzas municipales que regulan su aplicación en el ámbito local, ya que son los ayuntamientos los organismos competentes para determinar el gravamen del impuesto y los beneficiarios de su recaudación.

Como su nombre indica, se trata de un tributo sobre el “incremento” del valor de suelos de naturaleza urbana generado desde su adquisición hasta su venta, es decir, el contribuyente compartiría con su consistorio la ganancia obtenida para contribuir al sostenimiento de los servicios públicos y al desarrollo del municipio, obligación que compete a todos los ciudadanos, recogida en el artículo 31.1 de la Constitución, y que se hará efectiva “… de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad…”.

Pero el cálculo del impuesto parte de la premisa de que siempre existe esa ganancia, aplicándose un cuadro de revalorización anual, basado en valores catastrales, que no contempla la posibilidad de que no haya existido tal incremento de valor ni de que incluso haya existido una disminución del mismo, ignorando, entre otras posibles variables, las fluctuaciones del mercado, factor que debería ser fundamental a la hora de conocer la plusvalía real de la operación.

 

Hasta el comienzo de la crisis y la consiguiente caída de precios del sector inmobiliario, se había aceptado y soportado durante décadas otra norma que no atiende al principio de equidad que, en general, rige nuestro Ordenamiento Jurídico, sino que, más bien, favorece de forma arbitraria la capacidad recaudatoria de la administración pública. Aunque tras la explosión de la burbuja inmobiliaria y la necesidad de millones de ciudadanos de deshacerse de las viviendas que habían adquirido a precios desorbitados o de malvender sus propiedades para conseguir liquidez o que se acogieron a la dación en pago ante la imposibilidad de afrontar los pagos del crédito hipotecario, se ha hecho necesaria la revisión de los criterios por los que se obliga a las personas a pagar en concepto del incremento de valor, evidentemente ficticio, de unos inmuebles cuya transmisión se convirtió en un negocio desastroso, ocasionándoles cuantiosas pérdidas que tardarán muchos años en recuperar.

Los tribunales han comenzado a estimar las denuncias presentadas por ciudadanos afectados y por organizaciones sociales y profesionales. Así, en la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de fecha 18/07/2013, se alude a que ”Cuando se acredite y pruebe que en el caso concreto no ha existido, en términos económicos y reales incremento alguno, no tendrá lugar el presupuesto de hecho fijado por la ley para configurar el tributo (art. 104.1 LHL), y este no podrá exigirse…”. También, un juzgado de San Sebastián ha planteado la inconstitucionalidad del impuesto al considerar que su aplicación vulnera los artículos 24 y 31 de la Constitución.

Algunas medidas paliativas por parte de algunos Ayuntamientos (rebaja del porcentaje aplicado) y del Gobierno (exención del tributo en caso de dación en pago, sólo si es vivienda habitual), no evita que, por el momento, miles de ciudadanos y empresas sigan estando obligados a tributar en base a valoraciones irreales, evidenciando en este caso la disociación existente entre Administración y la situación económica efectiva de sus administrados.

 

El papel de las asociaciones de consumidores

El efecto desvastador que la crisis económica en la que seguimos inmersos ha tenido sobre millones de familias y empresas ha puesto de manifiesto, desgraciadamente de forma traumática, algunos aspectos de la legislación que, a pesar de tener vigencia desde hace décadas, en nada atienden a los principios de igualdad y justicia sobre los que deberían desarrrolarse las leyes que regulan la convivencia, siendo en otros casos la falta de regulación y la excesiva permisividad las que han dejado desprotegidos a ciudadanos y a pymes ante los intereses de especuladores y grandes corporaciones.

Por recordar algunos ejemplos: ejecuciones hipotecarias con pérdida de vivienda pero con obligación de seguir pagando el capital pendiente, cláusulas techo y suelo, preferentes y productos financieros complejos, empresas que falsean su contabilidad y arruinan a sus accionistas…

En este escenario, las asociaciones de consumidores y usuarios han adquirido un papel fundamental como catalizadoras de las demandas de ciudadanos que se han visto abocados a una situación límite y que no disponen de los medios ni de la información necesaria para enfrentarse a ella.

Ocu, Facua, Adicae, Ceaccu, etc., son algunas de las organizaciones de consumidores que asesoran a sus socios afectados sobre las posibles soluciones a sus problemas y les prestan el apoyo jurídico necesario para defender sus intereses con un coste por lo general inferior al que les supondría contratar directamente a un abogado. Además, y especialmente Adicae, coordinan la presentación de demandas colectivas, fórmula que agiliza enormemente los trámites de los pleitos que reunen determinadas características.

Así mismo, reinvindican activamente la eliminación de los desequilibrios y carencias legales que pudieran haber dado lugar a la situación actual, ya sea planteando modificaciones legislativas ante la administración pública o promoviendo eventos divulgativos y de presión social.

A la informativa y a la reivindicativa hay que añadir la labor formativa, la cual resulta fundamental porque la falta de información conlleva la incapacidad de proyectar correctamente en el futuro las posibles consecuencias de cualquier decisión que se tome, máxime cuando se trata de adquirir un compromiso económico durante veinte, treinta o cuarenta años, en el caso de las hipotecas, o de invertir los ahorros de toda la vida, por lo que las asociaciones de consumidores se postulan como fuentes de formación e información veraz e imparcial, dentro de sus ámbitos de actuación, que permitirían al consumidor tomar decisiones adecuadas y conscientes, evitando así repetir los errores que han contribuido a generar el actual estado de cosas.

Fuera del ámbito financiero, las organizaciones de consumidores suelen ofrecer información sobre productos, suministros y servicios, así como servicios de asesoría fiscal y jurídica, a fin de tramitar reclamaciones por fraudes, irregularidades en la prestación de servicios o productos defectuosos. Cabe destacar las comparativas realizadas por OCU en su revista Compra Maestra, que son una heramienta de gran utilidad a la hora de tomar una decisión de compra de productos (alimentación, material informático, electrodomésticos, coches…) o de contratar un servicio o suministro (electricidad, gas, telefonía, seguros…).

 

Más información sobre asociaciones de consumidores:

AECOSAN (antes Instituto Nacional de Consumo), listado de organizaciones de consumidores.

 

El debate en la comunidad de propietarios

La analogía existente entre el ascensor que uso para subir a mi casa y el metro que lleva a un valenciano a su lugar de trabajo, entre el pasillo que recorro desde ese ascensor hasta la puerta de entrada a mi vivienda y las calles por las que discurrimos a diario, entre el portero de un edificio y el funcionario recepcionista de un ayuntamiento, etc., hace que los debates sobre zonas comunes de un edificio en régimen de propiedad horizontal y sobre zonas comunes (o públicas) de una ciudad o un país se consideren también, salvando las distancias y cada uno en su ámbito, análogos, ya que para que se desarrollen con normalidad deben conocerse las normas legales que los rigen y respetar la opinión ajena y el derecho a que esta sea expresada.

La celebración de la Junta General de una comunidad de propietarios es una de las formas primarias de la práctica democrática. El foro en el que se debaten, bajo unas reglas preestablecidas, asuntos concernientes a un espacio determinado y compartido, en el que varias personas deben ponerse de acuerdo en la manera de usar y cuidar unas instalaciones comunitarias sin las cuales no podrían existir las propiedades privadas de cada una de ellas.

En muchos casos ese acuerdo no llega de forma espontánea y hay que recurrir a la votación, computar votos y acatar como válida la solución que la mayoría de los participantes han considerado más adecuada, siendo necesaria previamente la celebración del debate, que, en algunos casos, según la importancia del tema tratado, se podría defirnir como «intenso», porque el número de intervenciones es muy alto ya que las distintas posiciones quieren exponer sus argumentos y contraargumentos, e interpelar o responder a interpelaciones, aumentado su intensidad y duración.

Algunas veces, esa intensidad, con algún grito o alguna interrupción de por medio, casi inevitables, no impide que la controversia se resuelva con normalidad, asistiendo ordenadamente a la exposición, en algunos casos brillante, de una serie de opiniones enfrentadas pero correctamente argumentadas en cuanto a coherencia , tono y a ausencia de descalificaciones personales.

Otras, en cambio, la intensidad se convierte en virulencia, en gritos, en vulneración del turno de palabra ajeno y, finalmente, en menosprecio o insulto. A partir de este momento, el administrador de fincas tiene que aplicar todas sus capacidades para retomar el control de la situación y para intentar conciliar y acercar posiciones. Y, por supuesto, los vecinos que lo hayan perdido, recuperar el tono democrático y la buena educación.

Es de agradecer que habitualmente las comunidades resuelvan sus asuntos mediante debates intensos pero no crispados, y recomendable que durante los mismos se respeten turnos de palabra y se eviten expresiones ofensivas, para evitar que la comunidad entre en la dinámica (que a veces tarda años en romperse) del enfrentamiento entre comuneros y así conseguir una convivencia pacífica y gratificante para todos.